Con la punta del lápiz
acaricio tu imagen que
brota lentamente de mí
como después
de un punto acápite o
de un beso apasionado.
De un punto acápite
mejor,
pues yo nunca te besé,
ni te hablé tampoco nunca
a pesar de haberte creado.
Porque yo te
diseñé perfecta
-como a partir de un puñado de légamo-
en el sexto día de mi adolescencia,
y te puse en el mundo impoluto de las ideas,
hermosa como un celeste trozo
de carne abstracta tomada de mi propio costado
de animal prosaico, material y negro.
Y fuiste tan alta
y tan lejana y
pura,
que ni te fijaste en el árbol cuyo
fruto pudiste haber comido,
para así darme ocasión de entablar la cháchara o
al menos preguntarte tu teléfono,
y al final de la metáfora simplemente perdonarte
pues yo no era más que un hombre enamorado.
Pero de modo tal
no sucedió,
y entonces hube de amarte cubriéndome con hojas,
escondido de tu presencia y
huyendo avergonzado
por los bosques,
expulsado del Edén donde te
había colocado,
dándome cuenta que estaba desnudo
y enamorado,
que de ahora en adelante el amor sería
parido con dolor
y que las mujeres amadas estarían hechas de polvo
y en polvo finalmente serían convertidas.
Y en el séptimo día de mi adolescencia
me puse a contemplar mi obra.
Y vi que era buena y perfecta
y agradable a mis ojos
pero también fútil, irreal e inútil.
Y santifiqué el sétimo día.
Y entonces me dio pereza corregir o destruir mi obra,
como también el seguir amándola y recordándola
porque ese era el día de reposo y descanso de mi obra.
Y desde entonces han pasado los siglos de los siglos.
Hasta que ahora -habiéndote ya olvidado por completo-
no sé porqué me puse a escribir esto sobre ti.
Elegía II
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